Las películas de Alejo Moguillansky tienen gracia. Sin
duda, porque están atravesadas por el humor y porque son lúcidas y elegantes;
pero, más que eso, porque son como un regalo que se nos ofrenda generosamente y
donde lo primero que salta a la vista es la felicidad de filmar. Cine en estado
de gracia, entonces. Iluminado. Luminoso.
Hay, en el comienzo, un
registro: ya sea el testimonio del encierro durante el covid o la gira de un
grupo teatral o la visita de un músico de vanguardia para poner en escena una
ópera. Algo de lo real tiene que haber dejado una huella antes de que empiece a
trabajar la imaginación. Nada empieza de cero, pero tampoco permanece ahí donde
surgió. Todo se desplaza. Un andantino, por ejemplo, es “una película
sobre una escena que sobró de otra película”; pero esa escena ahora recuperada es,
a su vez, una relectura de lo que Bresson omite en Al azar Baltazar (la
sección central del Andantino de la Sonata en La mayor de Schubert). Lo
que se elide no se pierde, porque eso que se sustrae en un lado termina
produciendo en un nuevo sitio. Una cosa trae la otra y, así, las situaciones van
tejiendo una red hasta que de pronto se revela el destilado de una ficción. He
ahí lo que se podría llamar una invención honesta. El cine, así entendido, es tanto
un arte de la captura como de la transformación.
El cineasta dice: “primero se filma, luego se monta y, finalmente, se
escribe”. Como si fueran juegos escénicos donde los materiales informes de lo
real encuentran un cauce dramático. Cabe recordar que, en la tradición
anglosajona, la palabra adecuada para eso es play. Hay, en efecto, una teatralidad de lo
cinematográfico, entendida como una lógica de la representación, del artificio,
los disfraces y las máscaras: un bombero con vestido de mujer, un Astérix y un Obélix tropicales, un
burro que no es de Bresson, una bailarina boxeadora, un extraño fumigador
antipeste –como salido de El eternauta– con escudo del Capitán América y
espada láser de Star Wars. Moguillansky opera a
contrapelo del naturalismo que se convirtió en una marca de fábrica para el
Nuevo cine argentino. En Mundo grúa,
en Bolivia o en La libertad, el registro acerca la ficción al documental; en La
vendedora de fósforos o en Un andantino, en cambio, el registro
arrastra todos sus materiales hacia la construcción de un puro artefacto
formal. De Beckett a Keaton y Tati, de Renoir y Lubitsch a Godard: ésa es la tradición
del cine de Moguillansky.
Por eso, La Edad Media es la única película
filmada durante el covid que carece de toda solemnidad. El huis clos no
es un tema ni un telón de fondo ni una imposición, sino su condición de
posibilidad: así como el film no se podría haber realizado en otro momento, a
la vez no le debe nada a la pandemia. Más que registrar el encierro, es un
intento por escapar de él de una manera lúdica, desenfadada, irreverente. El método
Houdini, tal como sugería Morton Feldman. Habría que seguir, entonces, el hilo conductor de Cleo, la niña que aparece
en cada una de las películas y luego se escabulle para reaparecer en la
siguiente. Por arte de magia. Hay, en Moguillansky,
cierta inocencia recuperada, edénica o postrera: como si sus personajes fueran
los primeros o los últimos de una especie. En La Edad Media, la casa y
la familia son como un arca de Noé a la deriva y el film debería entenderse como
un diario de bitácora alucinado. Lo mismo sucede con la banda de teatristas
náufragos de Por el dinero, que van a parar a una playa paradisíaca del
Caribe: lejos del mundanal ruido, en ese falansterio al aire libre, se inventan
actividades para pasar el tiempo convencidos de ser los fundadores de una nueva
estirpe. Es eso: siempre
se trata de una comunidad de Robinsons o una sociedad utópica.
Es que, así como nada
empieza desde cero, nada empieza tampoco en soledad. Tiene que haber algo sobre
lo cual construir con algunos otros. La familia real de La Edad Media
puede derivar en la familia inventada de La vendedora de fósforos o la
extraña familia de Un andantino; pero también hay otros avatares, como
la miserable compañía teatral de Por el dinero o esas comunidades
artísticas subterráneas que conforman el Grupo Krapp y la Productora El Pampero.
La Edad Media comienza con una escena familiar en tiempos del covid:
amontonados en un mismo ambiente, la niña hace su tarea escolar por zoom
mientras el hombre cocina y la mujer repasa las deudas que hay que pagar. En La
vendedora de fósforos, Marie roba para comprar un piano y discute con su
marido sobre cómo cuidar a la hija de ambos si los dos tienen que salir a
trabajar. ¿Qué se hace cuando el dinero que ingresa es menor que el que se
necesita? En Moguillansky, la plata no es lo que se gana sino lo que siempre,
de manera irremediable, se gasta o se pierde. Es lo que cuesta conseguir. Lo
inaccesible. Pero paradójicamente (o, quizás, justamente por eso), son los
problemas de dinero los que estimulan la proliferación de situaciones
ficcionales. Hay, en estas películas, una exuberancia de ramificaciones
dramáticas, un exceso de enredos y equívocos, un desbarrancar constante hacia
el vodevil o la screwball comedy. Nada de tiempos muertos: un cine hecho
de acumulación y despilfarro a la vez.
La relación entre arte y
dinero siempre supone un cortocircuito, una fricción: es un vínculo
imprescindible pero que pone en contigüidad dos dimensiones inconmensurables. Aquí,
sin embargo, las condiciones de producción se incorporan a los films y esa situación real
se convierte en el marco de posibilidad para que exista un relato. En La vendedora de fósforos, la puesta en
escena de la ópera de Lachenmann en el Teatro Colón se ve obstaculizada por las
huelgas de los músicos y los paros de transporte. En Por el dinero, un
grupo de teatro porteño consigue varias funciones en Colombia y acepta realizar
un docu-reality de su gira para poder financiar el viaje. Habitualmente,
las películas no muestran el trabajo que se necesita para hacer películas. Ese
andamiaje (que –se sabe– implica una logística esforzada y compleja),
imprescindible para que la obra exista, es lo que la obra misma obtura para constituirse
como acontecimiento estético. Pero en los films de Moguillansky, ese talante
fantasmal del trabajo de producción adquiere una materialidad poderosa y, entonces, lo que ocurre
delante de cámara es lo que sucede detrás de cámara: no como situación
ficcional sino como ficcionalización de la situación real. Los films cuentan lo
que hacen. Dicen lo que hacen haciendo lo que dicen.
La coreógrafa Luciana Acuña, codirectora de La Edad
Media, pierde uno a uno sus diferentes proyectos mientras la pandemia se
prolonga y en el encierro parece no tener fin. “Si soy lo que hago, y ya no lo hago, entonces ¿quién soy?”, se
interroga con un dejo cartesiano. Es una escena actuada, pero también es real. Por conveniencia, para
poder trabajar, los artistas deben aceptar encargos, compromisos y contratos
que luego no logran o no intentan cumplir. Se sabe: un encargo sólo puede traicionarse.
Los problemas se solucionan, entonces, creando nuevos problemas. Estrategias de
complot, de engaños, de pequeñas estafas: todo funciona a través de un sistema
de desvíos (como cuando se dice “desvío de fondos”) de gran eficacia estética.
Así se mueve Moguillansky, surfeando a contracorriente, entre los pliegues de un
estado de cosas. Es lo que Rancière llama el derecho al disenso: “No una
crítica, ni una protesta, sino una confrontación del statu quo con aquello
que no admite, lo que es invisible, lo inaudible, lo otro”.
Si en un sentido muy
material, la financiación de la obra aparece aquí como un elemento clave, no
hay sin embargo quejas o reclamos sobre la pureza del arte. Todo se mezcla. Y ya
no se trata del límite indiscernible entre documental y ficción, porque esas
categorías han perdido toda entidad. Lo que hay es un continuo entre el cine y
la vida. Vivir filmando. Para Moguillansky, lector de Blanchot, todo en el mundo existe para
acabar en un film. Después de tantas
películas argentinas preocupadas por ponerse al servicio de la política, por
fin un cine auténticamente
político sobre nuestro presente.