FESTIVAL DE CINE DOCUMENTAL DE CÁDIZ, DEL 28 DE SEPTIEMBRE AL 6 DE OCTUBRE.


Alejo Moguillansky o El Principio de la Incertidumbre

Alejo Moguillansky o El Principio de la Incertidumbre


Las películas de Alejo Moguillansky tienen gracia. Sin duda, porque están atravesadas por el humor y porque son lúcidas y elegantes; pero, más que eso, porque son como un regalo que se nos ofrenda generosamente y donde lo primero que salta a la vista es la felicidad de filmar. Cine en estado de gracia, entonces. Iluminado. Luminoso.

Hay, en el comienzo, un registro: ya sea el testimonio del encierro durante el covid o la gira de un grupo teatral o la visita de un músico de vanguardia para poner en escena una ópera. Algo de lo real tiene que haber dejado una huella antes de que empiece a trabajar la imaginación. Nada empieza de cero, pero tampoco permanece ahí donde surgió. Todo se desplaza. Un andantino, por ejemplo, es “una película sobre una escena que sobró de otra película”; pero esa escena ahora recuperada es, a su vez, una relectura de lo que Bresson omite en Al azar Baltazar (la sección central del Andantino de la Sonata en La mayor de Schubert). Lo que se elide no se pierde, porque eso que se sustrae en un lado termina produciendo en un nuevo sitio. Una cosa trae la otra y, así, las situaciones van tejiendo una red hasta que de pronto se revela el destilado de una ficción. He ahí lo que se podría llamar una invención honesta. El cine, así entendido, es tanto un arte de la captura como de la transformación.

El cineasta dice: “primero se filma, luego se monta y, finalmente, se escribe”. Como si fueran juegos escénicos donde los materiales informes de lo real encuentran un cauce dramático. Cabe recordar que, en la tradición anglosajona, la palabra adecuada para eso es play. Hay, en efecto, una teatralidad de lo cinematográfico, entendida como una lógica de la representación, del artificio, los disfraces y las máscaras: un bombero con vestido de mujer, un Astérix y un Obélix tropicales, un burro que no es de Bresson, una bailarina boxeadora, un extraño fumigador antipeste –como salido de El eternauta– con escudo del Capitán América y espada láser de Star Wars. Moguillansky opera a contrapelo del naturalismo que se convirtió en una marca de fábrica para el Nuevo cine argentino. En Mundo grúa, en Bolivia o en La libertad, el registro acerca la ficción al documental; en La vendedora de fósforos o en Un andantino, en cambio, el registro arrastra todos sus materiales hacia la construcción de un puro artefacto formal. De Beckett a Keaton y Tati, de Renoir y Lubitsch a Godard: ésa es la tradición del cine de Moguillansky.

Por eso, La Edad Media es la única película filmada durante el covid que carece de toda solemnidad. El huis clos no es un tema ni un telón de fondo ni una imposición, sino su condición de posibilidad: así como el film no se podría haber realizado en otro momento, a la vez no le debe nada a la pandemia. Más que registrar el encierro, es un intento por escapar de él de una manera lúdica, desenfadada, irreverente. El método Houdini, tal como sugería Morton Feldman. Habría que seguir, entonces, el hilo conductor de Cleo, la niña que aparece en cada una de las películas y luego se escabulle para reaparecer en la siguiente. Por arte de magia. Hay, en Moguillansky, cierta inocencia recuperada, edénica o postrera: como si sus personajes fueran los primeros o los últimos de una especie. En La Edad Media, la casa y la familia son como un arca de Noé a la deriva y el film debería entenderse como un diario de bitácora alucinado. Lo mismo sucede con la banda de teatristas náufragos de Por el dinero, que van a parar a una playa paradisíaca del Caribe: lejos del mundanal ruido, en ese falansterio al aire libre, se inventan actividades para pasar el tiempo convencidos de ser los fundadores de una nueva estirpe. Es eso: siempre se trata de una comunidad de Robinsons o una sociedad utópica.



Es que, así como nada empieza desde cero, nada empieza tampoco en soledad. Tiene que haber algo sobre lo cual construir con algunos otros. La familia real de La Edad Media puede derivar en la familia inventada de La vendedora de fósforos o la extraña familia de Un andantino; pero también hay otros avatares, como la miserable compañía teatral de Por el dinero o esas comunidades artísticas subterráneas que conforman el Grupo Krapp y la Productora El Pampero. La Edad Media comienza con una escena familiar en tiempos del covid: amontonados en un mismo ambiente, la niña hace su tarea escolar por zoom mientras el hombre cocina y la mujer repasa las deudas que hay que pagar. En La vendedora de fósforos, Marie roba para comprar un piano y discute con su marido sobre cómo cuidar a la hija de ambos si los dos tienen que salir a trabajar. ¿Qué se hace cuando el dinero que ingresa es menor que el que se necesita? En Moguillansky, la plata no es lo que se gana sino lo que siempre, de manera irremediable, se gasta o se pierde. Es lo que cuesta conseguir. Lo inaccesible. Pero paradójicamente (o, quizás, justamente por eso), son los problemas de dinero los que estimulan la proliferación de situaciones ficcionales. Hay, en estas películas, una exuberancia de ramificaciones dramáticas, un exceso de enredos y equívocos, un desbarrancar constante hacia el vodevil o la screwball comedy. Nada de tiempos muertos: un cine hecho de acumulación y despilfarro a la vez.

La relación entre arte y dinero siempre supone un cortocircuito, una fricción: es un vínculo imprescindible pero que pone en contigüidad dos dimensiones inconmensurables. Aquí, sin embargo, las condiciones de producción se incorporan a los films y esa situación real se convierte en el marco de posibilidad para que exista un relato. En La vendedora de fósforos, la puesta en escena de la ópera de Lachenmann en el Teatro Colón se ve obstaculizada por las huelgas de los músicos y los paros de transporte. En Por el dinero, un grupo de teatro porteño consigue varias funciones en Colombia y acepta realizar un docu-reality de su gira para poder financiar el viaje. Habitualmente, las películas no muestran el trabajo que se necesita para hacer películas. Ese andamiaje (que –se sabe– implica una logística esforzada y compleja), imprescindible para que la obra exista, es lo que la obra misma obtura para constituirse como acontecimiento estético. Pero en los films de Moguillansky, ese talante fantasmal del trabajo de producción adquiere una materialidad poderosa y, entonces, lo que ocurre delante de cámara es lo que sucede detrás de cámara: no como situación ficcional sino como ficcionalización de la situación real. Los films cuentan lo que hacen. Dicen lo que hacen haciendo lo que dicen.

La coreógrafa Luciana Acuña, codirectora de La Edad Media, pierde uno a uno sus diferentes proyectos mientras la pandemia se prolonga y en el encierro parece no tener fin. “Si soy lo que hago, y ya no lo hago, entonces ¿quién soy?”, se interroga con un dejo cartesiano. Es una escena actuada, pero también es real. Por conveniencia, para poder trabajar, los artistas deben aceptar encargos, compromisos y contratos que luego no logran o no intentan cumplir. Se sabe: un encargo sólo puede traicionarse. Los problemas se solucionan, entonces, creando nuevos problemas. Estrategias de complot, de engaños, de pequeñas estafas: todo funciona a través de un sistema de desvíos (como cuando se dice “desvío de fondos”) de gran eficacia estética. Así se mueve Moguillansky, surfeando a contracorriente, entre los pliegues de un estado de cosas. Es lo que Rancière llama el derecho al disenso: “No una crítica, ni una protesta, sino una confrontación del statu quo con aquello que no admite, lo que es invisible, lo inaudible, lo otro”.

Si en un sentido muy material, la financiación de la obra aparece aquí como un elemento clave, no hay sin embargo quejas o reclamos sobre la pureza del arte. Todo se mezcla. Y ya no se trata del límite indiscernible entre documental y ficción, porque esas categorías han perdido toda entidad. Lo que hay es un continuo entre el cine y la vida. Vivir filmando. Para Moguillansky, lector de Blanchot, todo en el mundo existe para acabar en un film. Después de tantas películas argentinas preocupadas por ponerse al servicio de la política, por fin un cine auténticamente político sobre nuestro presente.